Cuento. Tres breves momentos

 Por: Centro Literario Istak Axolotl

 

El Andante

Me llaman el Andante. Nadie conoce mejor que yo los senderos de la vida por donde transitan los perdidos y se encuentra a los inseguros. Me encanta caminar a ritmo marcado por una suave melodía que a mis oídos habla y mis labios cantan.

    Las sendas más recordadas son las que menos tránsito por su corto recorrido, que tanto admiro. Una de ellas conduce a un frondoso y bello árbol. La primera vez que lo vi, estaba cubierto por un manto gris que lo ocultaba en su mayoría y cuando llegué a él no pude ignorar el blanco vacío frente a mí, desde donde surgía una encorvada figura aproximándose. No entiendo por qué no me marché, pero cuando estuvo lo bastante cerca, ella habló desde la niebla la cual la seguía ocultando.

    -Yo soy a quien menos quieres ver; soy la sombra que la luz siempre trata de ocultar; soy tu lado oscuro, al que nunca olvidarás.

    Y así como llegó se marchó. Después de eso me parecía escuchar su voz en donde quiera que estuviera. Gracias a ella escuché los secretos del viento, las leyendas del sol y los pecados de la luna. Pasado un tiempo, consciente o inconscientemente, regresé a donde seguía aquella banca estancada en la niebla y ahí encontré a quien tanto me buscó.  Antes de que algo pasara hablé con firmeza y le dije:

    -Yo soy la luz de quien tanto huyes; soy la armonía que siempre perturbas; soy tu lado luminoso… Sígueme.

    Ella se volvió y respondió con miedo:

    -Si dices ser quien eres, ¿por qué me llevas contigo?

    -Porque soy la balanza y tú, el peso que necesito.

    - ¿A dónde iremos?

    -Hacia donde el sol se oculte, las estrellas se escondan y las nubes su forma cambien.

    - ¿Estaremos juntos?

    -Mejor. Estaremos equilibrados.

El joker sobre la luna

A todos nos aterran los cambios. La presión del primer día nos devora desde adentro. Dos años estaban por delante y no imaginaba cómo empezar. Ahí estaba, un niño de colegio. Responsable y dedicado, cometiendo su primera falta. Me había corrido una clase y todavía no terminaba la primera semana. Tenía miedo, me sentía incómodo y no dejaba de pensar en las consecuencias. Sin embargo, decidí seguir esos pasos simpáticos y extraños los cuales recién conocía. Nos dirigíamos a un billar.

    Llegó el momento, en mi primer turno logré meter la bola número diez de color azul, y justo en la buchaca de la esquina donde había entrado descubrí algo. Un joker, sentado sobre una luna, con unos binoculares más grandes que su rostro. 

    Esa figura divertida, engañosa y de mucho valor para otro tipo de juego represento una sensación de alivio. Con su sonrisa susurro un consejo. “No te arrepientas”.

    Gracias a eso a prendí a disfrutar cada instante los cuales probablemente no volvería a vivir. Por los siguientes dos años tuve la sensación de que aquel sonriente Joker me miraba desde la luna, vigilándome con sus binoculares, observando que no me quedara con ganas de hacer lo que sea. Espero no haberlo decepcionado. 

El recuerdo de un viejo en el pueblo

Tiempo atrás, en este pequeño pueblo, había un viejo quien todas las mañanas salía a caminar. Todos los días hacía la misma rutina. Se levantaba a las seis de la mañana, se vestía con tranquilidad, recogía su catre y cobijas para salir al tomar su bastón y sombrero los cuales dejaba justo en el marco de la puerta la noche anterior.

    Desde muy temprano recorría las calles del centro, se formaba en la fila para comprar pan y después se dirigiría a la plaza a desayunar. Siempre se sentaba en la misma banca. Lo que le llegaba a sobrar lo regalaba a las palomas y se iba por el mismo camino un par de horas después. Caminaba por todo el poblado, recorría cada esquina y se sentaba cada vez que se sentía cansado. Barría con sus pies el suelo, jugaba con el aire matutino y se perdía en el alba de personas quienes parecían ocupadas.

    Sin prisa, movía su bastón hasta las milpas, sacudiendo el polvo por las calles empedradas mientras saludaba al pueblo entero con su mano. Allá arriba, en la milpa, cosechaba su comida y tomaba una gran siesta debajo de un durazno. Podía durar horas acostado ahí, la tarde se le consumía hasta despertar. Después volvía a su jacal a comer y volver a dormir.

    No hablaba con nadie y desde hace tiempo vivía solo. Se recostaba afuera de vez en cuando, mirando cómo se metía el sol. Le gustaba, dicen, quedarse hasta tarde recostado viendo las estrellas como si le recordaran otro tiempo. Mantenía una vela encendida brillando toda la noche a fuera de su ventana y esperaba a que el viento de la madrugada la apagará. Asomándose hasta ver la llama extinta podía ir a descansar.

    Cuando falleció nadie se sorprendió. Se decía que era uno de los primeros habitantes del pueblo y que la mayoría de sus conocidos habían muerto antes que él. Lo único extraño es que nunca encontraron su cuerpo, supimos que había muerto porque ya nadie lo había visto caminar por el pueblo. Nunca se le vio más por la milpa y despareció de su jacal.

 


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