Cuento. Michelle
Por: Carlos
Medina
No
dejaba de llorar. Estaba sentada viendo a la ventana y no dejaba de llorar.
Acababa de terminar mi último toquín en el vagón. Era sábado, hubo poca gente
ese día en la línea B. Me senté justo delante de ella y coloqué la guitarra en
el asiento de aun lado, el amplificador lo dejé debajo de mis piernas. Ella no
me miró.
De
esas había un montón. La gente se acostumbra a verlas andar por ahí descalzas,
entregando papelitos con frases que nadie lee y después recogiéndolos, o con
cajas llenas de cualquier golosina. Pero ella era diferente a las demás.
Lloraba.
Saqué
una bolsa de plástico y comencé a contar mi dinero de diez en diez. Eso atrajo
su atención por unos instantes. No me miraba a mí, sólo al dinero. Después de
unos minutos se distrajo de nuevo en la ventana. Llovía. Por el reflejo del
vidrio se alcanzaban a ver un par de ojos aceitunados.
¿Cómo
te llamas? Le dije sin voltearla a ver. No respondió. ¿Dónde está tu mamá? Ella
sólo miró a la ventana y comenzó a llorar de nuevo. La gente que estaba a un
lado nos observaba. No me gustaba involucrarme en los problemas de los demás, pero
esta niña lloraba. Nunca había visto a una llorar tanto, tan despacito, apenas
se escuchaba un pequeño sollozo, y las lágrimas caían constantemente por ambos
lados de la cara. Probablemente su madre la había abandonado y no tenía a donde
ir. O quizá sólo la regañaron por no haber ganado suficiente dinero o por
perder alguna mercancía.
Un
hombre gordo vestido con un traje de corte Slim,
y un reloj de oro que ya no marchaba, se devoraba una torta. Nos miraba de
reojo y se la comía más rápido. Sudaba. La niña había dejado la ventana y
estaba atenta a aquel hombre. Saqué un pan de dulce que llevaba guardado en mi
morral. ¿Tienes hambre? Dudó unos minutos y después lo tomó con sus pequeñas y
sucias manos. Le quitó la bolsa de plástico ¿Te gustó? No me respondió, comía y
lloraba, algunas gotas le escurrían por la cara y llegaban hasta el pan, que
comenzaba a salpicarse de pequeños círculos color ceniza.
Tenía
una playerita sin mangas sucia, un short que dejaba ver unas piernas apenas más
gruesas que los brazos, llenas de raspones, sus zapatos eran iguales, aunque
uno parecía más nuevo y más grande que el otro. Tenía una cicatriz en el brazo
derecho, justo a la altura de la primera vacuna, pero era más bien como la mordedura
de un perro. Comió sólo la mitad del pan, la otra mitad la guardó para después.
Un
policía abordó para revisar que todo marchara en orden. Una señora le llamó y
nos señaló. Él se acercó y le preguntó a la niña si estaba todo bien. Ella sólo
asintió con la cabeza. Después de mirarme de manera amenazante caminó de nuevo
a la puerta y desde ahí me observó por unos segundos. Antes de que el vagón anunciara
que estaba por avanzar se bajó en la misma estación. La señora no dejaba de
vernos y mover la cabeza hacia los lados en señal de desaprobación.
En
la siguiente estación se sentó a un lado de la niña. ¿Te está haciendo algo
este hombre? Ella negó de nuevo sin decir una palabra. ¿Vienes sola? No
respondió. Si te hace algo este señor me dices. De nuevo no respondió. La
señora se levantó del asiento y fue a sentarse donde estaba antes.
No
tenía necesidad de andarme involucrando en una situación como esas. Esperaría a
que pasaran dos estaciones más y me iría a sentar cerca de la puerta. Aunque
después me puse a pensar: qué pasaría si no tenía a dónde ir, qué tal si su
madre en verdad la había abandonado. Dónde dormiría. Qué iba a comer después.
No es asunto mío. Pero, y si se va sola. Dónde pasará la noche. Muchos niños
duermen en la calle, no va a pasarle nada, a esas niñas no les pasa nada, saben
andar mejor que uno. Pero, y si no come en varios días. Y si ya no tiene nada
qué vender. Pero, y si después me meten al bote.
No
podía llevarla conmigo, es decir, qué haría yo con una niña. Jamás me habían
gustado los niños, por eso no tuve hijos, por eso nunca me casé. Me las
arreglaba bien viviendo solo en aquel cuarto. Tenía lo necesario para mí.
Casi
llegaba a “Ciudad Azteca”, faltaban cuatro estaciones. Por primera vez en todo
el trayecto me miró, levantó la cara y me miró con esos grandes y hermosos ojos
color aceituna. El llanto le había dejado dos líneas de sal marcadas en las
mejillas.
Podría
llevarla conmigo y bañarla. ¿Cómo la bañaría? Nunca había hecho eso antes. ¿Y
si piensa mal? ¿Sabrá bañarse ella sola? Bueno, podría llevarla a dormir un par
de días a mi cuarto, pero y los vecinos, y el señor de la renta, qué dirían.
Saben que no tengo hijos, y si piensan mal. Quizá podría hacerla pasar por mi
sobrina. ¿Y si ella no se quiere ir conmigo? Habría que preguntarle.
Quizá
podría comprarle alguna ropa nueva con los ahorros que tenía. Podría llevarla a
comprarle un par de vestidos, uno amarillo le quedaría bien. Después podríamos
buscarle alguna escuela cerca. Yo pasaría por ella en las tardes y haríamos su
tarea aquí, en el metro. Ella haría su tarea mientras yo tocaba, y entre cada
canción me acercaría a preguntarle si tiene dudas. Me vendrían bien unas clases
porque ando un poco oxidado con eso, qué tal si tenía dudas cuando llegara a
ver fracciones o figuras geométricas.
Los
primeros meses le prestaría mi cama, yo dormiría en el suelo. Ya cuando hubiera
confianza dormiría con ella, pero sólo unos años, hasta que fuera adolecente,
después necesitaría su espacio, se pondría rebelde y habría que rentar un lugar
más grande, mínimo con dos habitaciones.
Sólo
era pensamientos, quizá si no pensáramos tanto las decisiones serían más
fáciles. Faltaban dos estaciones para que yo bajara, y aún no sabía qué hacer,
el tiempo era mi enemigo en esos momentos. Necesitaba pensar más. Qué pasaría
cuando le bajara por primera vez. No sé nada de toallas o tampones. ¿Y su
primer novio? ¿Qué va a pasar cuando me cuente de su primera relación sexual?
¿Cómo debería de reaccionar?
No
sabía si tenía nombre, o si estaba registrada. Yo le pondría Michelle. Me
gustaba ese nombre. Espero que a ella también le guste. Pensaba que querría
cenar algo después, el pan no era suficiente. Con lo que había ganado bien
podía arreglármelas para que ambos cenáramos algo.
Llegamos
a “Plaza Aragón”. Ella me miraba. Qué debía hacer. Nos miramos. Llegó el sonido
que anuncia que las puertas están a punto de cerrarse. Todavía alcanzo a bajar.
Todavía. Me miraba. Qué voy a hacer con una niña. Las puertas se cerraron. El
metro volvió a avanzar.
Bueno,
había tomado mi decisión, estaba nervioso, estaba emocionado. Cómo podía estar
pasando eso. Aún podría bajarme en la siguiente estación y tomar el que viene
en dirección contraria. Pero no, ya estaba ahí, no podía decepcionarla.
Llegamos
a la última estación. Suspiré largamente. ¿Vienes conmigo? No dijo nada, sólo
me miró. Le extendí la mano y después de unos segundos la tomó. Algo dentro de
mí sonreía. Le apreté fuerte la mano, con la otra tomé la guitarra y el
amplificador. Bajamos del vagón.
Debería
decirle que me espera afuera cuando llegáramos al cuarto, había mucho que
limpiar, había que recoger envases, basura, comida echada a perder. Saldría
cada cinco minutos a observar que no se hubiera ido. Después iríamos a cenar.
Una
señora con un rebozo de donde se escapaban un par de pequeños pies nos
interceptó antes de salir. No me dijo nada, sólo me arrebató a la niña de un
solo golpe, no tuve tiempo de reaccionar. Le dio un jalón en la oreja, le quitó
la mitad del pan que aún llevaba en la mano y comenzó a comérselo mientras se
alejaban. No volví a tocar en esa estación.
Mi nombre es Carlos Medina y soy originario de la Ciudad de
México. Estudié la licenciatura en Estudios Literarios con línea terminal en
Escritura Creativa por parte de la Universidad Autónoma de Querétaro. He ganado
un premio en poesía a nivel universitario y otro más a nivel nacional (Somos
Universitarios). Actualmente laboro como docente de preparatoria en el área de
literatura.
Contacto:
https://instagram.com/alemonterocabrera
alemonterocabrera@gmail.com
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