Cuento. La espera en el café
Por: Ezequiel Olasagasti
Mi sueño de la niñez
era tener un bar de cabecera. Esos a los que vas todo el tiempo, tal vez a la
misma hora, donde los mozos te conocen de nombre y no te tratan de usted. Pasa
que fui un nene criado a pura televisión. Me la pasaba viendo historias que se
desarrollaban en bares y cafeterías. Me maravilló la idea de vivir algo
parecido de grande. Llegar al bar cuando el sol ya se esconde tras los
edificios de la ciudad. Entrar con mi saco negro, camisa blanca y tal vez una
boina. Siempre me pareció un detalle sofisticado. Apoyarme en la barra y
decirle al que atiende
- ¿Qué hacés, Tito?
Tito o Cacho o Pepe u Osvaldo. No sé, siempre suelen tener esos nombres los camareros. Pero lo más importante es que anhelaba la frase soñada, quería que preguntaran:
- ¿Lo de siempre?
Entonces yo le haría
una seña con la cabeza y a los pocos minutos me traerían un cortado con dos
medialunas de manteca. Me gustan las de grasa también pero en esa época de
infante, cuando soñé todo esto, las medialunas eran de manteca o nada.
Un día dejé de ser un
nene. Mi vieja me dejó salir solo, después empecé a recorrer La capital y una
mañana sacaba del cajero el primer sueldo de mi trabajo. Ahora soy un adulto
que para a tomar un café cada vez que puede y hasta deja más del veinte de
propina.
Hay un bar en Almagro
donde paro seguido desde hace cinco meses. Casi siempre a la misma hora, poco
después de las seis y media de la tarde. Se llama “La orquídea” y queda cerca
de Corrientes y Medrano. Ahora sé que no necesita mi presentación porque es lo
que se llamaría, un lugar clásico de la ciudad de Buenos Aires. Yo no conocía
su existencia. La primera vez que arreglamos para vernos me dijo que la espere
ahí hasta que salga de la facultad. El subte B me dejó en la estación mucho
antes de la hora convenida así que terminé pidiéndome algo antes que llegara. Como
siempre, un cortado y dos medialunas. Como era la primera vez fui a lo seguro y
pedí de manteca. El lugar no difería mucho de cualquier otro café que haya
visitado. Aunque se sentía, entre el aroma del torrado en la máquina y el olor
a cigarro del señor que se sentaba atrás mío una familiaridad cómoda. El
detalle del nombre del café en la taza y las servilletas me sacó una sonrisa.
Se terminó
convirtiendo en nuestra rutina. Cada vez que ella llega ya tengo mi merienda
por la mitad. A veces me encuentra leyendo un libro, otras mirando redes
sociales en el celular o dando vueltas las páginas del segmento deportivo del
diario. Cuando, de milagro, no lo está leyendo algún tachero. Ella también pide
siempre lo mismo, un chop de cerveza y un tostado. Las horas de clase no le dan
tiempo de almorzar. El mozo que nos atiende es siempre el mismo, muy prolijo.
Creo que tiene una camisa para cada día de la semana ya que parece nueva cada
vez que la veo. “La orquídea” es una dimensión paralela donde me siento Bill
Murray en “El día de la marmota”. Nunca supe el nombre del mozo, quiero pensar
que es Tito, Pepe, Osvaldo o alguno de esos que creía de pibe. Al principio era
muy respetuoso y servicial. Pasaba el trapo húmedo sobre la mesa apenas me
sentaba quitando cualquier posibilidad de adivinar que había consumido mi
predecesor. Los círculos pegajosos que dejaban las tazas se resistían un poco,
pero él no dejaba de pasar el trapo hasta que desaparecían mientras ya me iba
preguntando qué iba a servirme. Recuerdo que un día había cuatro círculos
unidos que parecían formar el logo de las olimpiadas pero el mozo lo borró sin
compasión. Me hubiera gustado terminar de formarlo con la marca de mi taza.
La cantidad de veces
que nos atendió lo fue animando a soltar algún comentario simpático. Estas
últimas semanas directamente me preguntaba
-¿Viene su novia hoy?
Yo le contestaba con
una sonrisa:
–Eso espero.
La sonrisa se me
dibuja apenas cruzo la puerta, porque sé que ese día ella se va a sentar frente
a mí. Vamos a chocar las piernas entre el pequeño espacio que nos brinda la
mesa de madera hasta que nos acomodemos bien para tomarnos las manos.
A veces le suena el
celular.
Me dice:
–Perdón, pero tengo
que atender- y sale.
Aprovecho el momento
para sacarle un pedacito de su tostado. No por hambre, sino porque me los hizo
probar la primera vez que vine y caí flechado ante su crocancia y sabor. Más aún
cuando le ponen tomate fresco. Mientras tanto ella camina. Va y viene por la
vereda con el teléfono en la oreja, fumando y con el ceño fruncido. Hay veces
que se nota que habla a los gritos. Entra con los ojos llenos de lágrimas, se
le intensifica ese celeste eterno que tiene en el iris. Agita sus manos frente
la cara para que se le sequen antes de que se le corra el rímel. Esos días me
quedo consolándola. Pido una cerveza y no nos vamos a ningún otro lado.
Hay días que al entrar
me da un beso y me pide perdón por no poder quedarse. Me da beso tras beso
mientras me explica su situación y vuelve a pedirme disculpas. Yo pongo mi
mejor sonrisa y le digo que la entiendo. Me aseguro que se vaya sin
remordimientos. Esos días nuestro amigo el mozo (Pepe, Tito, Osvaldo), me
pregunta si pasó algo y le respondo que ella tuvo que irse por un trámite.
Hay otros que al verla
entrar ya sé cómo va a seguir todo. Me manda un mensaje claro cuando su mirada
me esquiva. Es tan contraria a la actitud de “merendamos y nos vamos a pasar toda la noche juntos”, pero a veces
se lee en su cara que debo acompañarla a casa temprano. Estos últimos días, son
muchas las veces que solo veo escrito en su cara “está todo mal” o “tengo que
irme ya”. Se le nota, es un cartel gigante escrito con letras tan negras
como su rímel corrido. Esas veces me quedo un rato más en Almagro, en el café.
Pido un fernet y me pierdo en la gente que parece nunca irse. Miro que comen,
que leen, que escriben. El vacío se va poblando con el murmullo de los que se preparan
para cenar. El mozo me trae el trago y ya no pregunta nada. Creo que sabe leer
lo que dice mi cara esos días como yo sé leer la de ella.
Hoy no sé cómo será el
día. Me senté en el lugar de siempre, junto a la ventana y con la tele de
frente para chusmear el noticiero. Intento leer los sócalos porque las conversaciones
sobre el doble cinco en la selección y el papel del estado en la economía de la
mesa del al lado tapan el volumen de cualquier cosa. El mozo me habló desde la
barra y pude leer en sus labios que la pregunta fue:
- ¿Lo de siempre?
Se me eriza cada
pelito del brazo. El escalofrío es una ola que me baja del pecho y termina por
romper en mis piernas. Me lo dijeron al fin. La frase que siempre quise oír.
Este es mi bar. Este lugar es aquel sueño de chico por fin cumplido. Le hago un
gesto afirmativo con la cabeza y me acomodo recto en mi silla como todo un
señor a esperar mi cortado con medialunas. No tengo ningún traje y mucho menos
una boina. Todo no se puede.
Me llega un mensaje.
Es de ella.
- Voy a ir más tarde,
tengo que arreglar una cosa.
Mi vista deja de
enfocar todo y bajo las pupilas a la altura de la mesa. Siento que se me traban.
Abro la nariz y no puedo evitar escuchar mi propia exhalación. Me recupero en los arabescos de la espuma del
cortado. Es de un tono apenas más oscuro que el color marfil de la taza. Me
gusta cómo sostiene todo el contenido del sobrecito hasta que no puede más,
afloja su resistencia y deja que el azúcar choque contra el fondo de la taza.
Me encanta que queden un par de granos en la espuma que saboreo en el primer trago.
El mozo llega y me
pregunta:
- ¿No viene la rubia
hoy?
Creo que mi cara de
disfrute por la espuma azucarada le dio confianza para preguntarme. Levanto los
hombros y las cejas sin articular palabra. Me deja un pequeño plato con un
triangulito de tostado. Le clavo la mirada y me dice:
- Yapa.
Me llega un mensaje
justo cuando muerdo el tostado. Me limpio las migas de la mano derecha en el
pantalón y lo abro. Es de ella.
- Ya se enteró de
todo, no sé qué va a pasar. La verdad es que no quiero terminar mi matrimonio
así. Sabés que te quiero, te quiero mucho, más de lo que pensás. Ahora necesito
tiempo. Tengo que estar en casa. Perdón. Espero que no me odies.
Salgo del mensaje, lo
marco y borro la conversación. Doy otro mordisco al tostado pero sin ganas. Me
termino el café de un sorbo sin disfrutar los granitos flotantes de azúcar.
Choco los ojos con el hombre de la mesa del al lado que escribe en un cuaderno
anillado pero baja la cabeza en el acto. Vuelvo a agarrar el celular, busco en
los contactos su nombre y le escribo.
- Está bien, no hay
problema. Te entiendo.
Escribo otra cosa pero
me arrepiento y la borro. Espero que se envíe y vuelvo a borrar la
conversación. Miro a Pepe, Tito, Osvaldo o como se llame el mozo. Le hago una
seña como de empinar una botella. No fue lo más certero pero me salió de forma
automática. Prendo de nuevo el celular y busco el número de mi novia. Antes de
poner la primera letra me ponen el fernet en la mesa. Tapa el círculo pegajoso
que dejó el cortado que me tomé. No levanto la cabeza. Soy malo para las
despedidas y sé que esta es la última vez que lo voy a ver. Doy el primer
trago, termino de escribir el mensaje que dice:
- Mi amor, al final se canceló la reunión del
laburo. Me tomo algo con los chicos y voy para tu casa si querés.
Voy a extrañar Almagro.
Voy a extrañar al mozo al que nunca le pregunté el nombre. Pero sobre todo voy
a extrañar el café, mi café, donde, por un tiempo, se me cumplió un sueño.
Reseña: Ezequiel
Olasagasti nació en 1989 en San Nicolás, Provincia de Buenos Aires, Argentina. Es
escritor y periodista. Tiene tres libros de cuentos publicados. Colaboró con
cuentos para revistas literarias de Argentina, México y España. También
colabora con el medio deportivo “Globalonet” haciendo columnas y cuentos
deportivos.
Correo
electrónico: eze_pka@hotmail.com
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